59 días de cuarentena, la novela de la Villa (Día 12)

 

Día 12

El chirrido de la frenada del móvil policial alteró los ánimos y causó un revuelo de personas en torno al “24 horas”. Dos corpulentos efectivos se bajaron del patrullero y con vos intimidante empezaron a dar órdenes. “Ustedes dos se quedan donde están y los tres, ey, a vos te hablo, ¿no escuchás?, vos y los Robin que te acompañan contra el auto”, mandó “el gringo, ese cobani hijo de puta, se la tengo jurada”, contaría luego El Dani cuando fue a avisarle a la familia Domínguez que “al Lucas se lo llevaron con otros dos” por violar la cuarentena. “No sé porque no lo llevaron al gordo Tito ni a mí, porque todos estábamos tomando unas birras, no entiendo”, se lamentaba El Dani frente a Oscar y al resto de la familia. “¿Adónde se lo llevaron?”, pregunta La Moni. “Creo que a la 18, vayamos ya”, propuso El Dani quien puso primera junto a la hermana y el padre de Lucas, mientras Silvia se quedó cuidando a los nietos.

El reloj marcaba las tres de la mañana de un jueves, las calles del barrio estaban a oscuras; las pocas lámparas de vapor de sodio funcionando, no alcanzaban a mitigar la sensación de inseguridad constante. La Moni era la que caminaba con más determinación, con una mezcla de enojo por el comportamiento de su hermano pero también con una sensación de injusticia por la arbitrariedad de la detención.  En vez de subir a todos, los cinco, en el patrullero, seleccionaron a tres, y entre ellos estaba el Lucas. Oscar caminaba echando fuego por las narices de tanto enojo y El Dani tenía un silencio culposo.

Llegaron a la 18. Un oficial estaba acodado a una mesa de madera de un marrón ya descolorido mensajeando con el celular. “Buenas noches, oficial, queremos saber si acá está detenido mi hermano Lucas Domínguez, hace un rato se lo llevó un patrullero del 24 horas”, indagó La Moni. Sin correr la vista del teléfono, “es arriba, en la Unidad Judicial”, mandó el efectivo. Los tres subieron a la planta alta y golpearon la puerta. No sale nadie, vuelven a golpear. “Sí, los escuché, esperen un segundo, por favor, ya los atiendo”, contesto una señorita con gafas de marco negro grueso y camisa blanca con pañuelito rojo en el cuello. “Pero puede decirnos si está mi hermano acá”, insiste La Moni. “Ya vuelvo enseguida y los atiendo”, reitera la sumariante.

La sala de espera es chica y austera. Tiene pocas sillas y en las paredes se ven pequeños grafitis, escritos con lapicera o fibra, injuriantes y agresivos hacia los policías y personal de la Unidad Judicial. “Tres horas para atenderte, ¡inútiles!”, critica uno. “Cobanis, culiadazos”, insulta otro. “Afuera te roban la vida, acá te roban la paciencia”, filosofa un tercero. El rostro de La Moni cambia al leer los grafitis; asoma un rictus de furia contenida. Entre la sala y la oficina de atención hay un divisor hecho de madera y vidrio con opacidades que impiden ver hacia el interior.  En este momento, solo hay una persona esperando. Se trata de un hombre, de unos sesenta años, que viene a denunciar el robo de su camioneta por segunda vez. “No se haga mala sangre, hombre, estoy cansado de que me roben la camioneta, a estos de la Unidad los conozco a todos, no se enoje, porque si se enoja pierde y lo van a atender cuando quieran”, recomienda el señor al verlo a Oscar maldecir la detención de su hijo.

Fueron dos horas de espera las que pasaron en esa sala de mala muerte hasta que Lucas salió entero de la celda de la comisaría, aunque con una causa penal abierta por violar el decreto de aislamiento obligatorio. “Cuando vieron que el Juanchi empezó a toser, se pusieron putos los cobani, les agarró el cagazo del contagio, yo creo que zafamos por eso”, reflexionaba en el camino de regreso a casa, con Oscar respirándole en la nuca y advirtiéndole que “la próxima vez que caigas, pedazo de pelotudo, no te va a venir a buscar nadie, me entendés”, y con El Dani eufórico liberando el estrés acumulado y ya menos culposo y La Moni abrazando a su hermano por el cuello y susurrándole “sos un imbécil, pero te quiero igual”.

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