59 días de cuarentena, la novela de la Villa (Días 14 y 15)

Día 14

Oscar está sentado en la reposera con los pies estirados y apoyados a una silla. “Ay, viejo, no me dejas pasar”, le recrimina su mujer. “Un poco de silencio, mujer, que están explicando esto del subsidio del gobierno”, le ruega Oscar. “El ingreso lo van a cobrar todos los empleados informales”, resalta el ministro por la televisión. “Para cobrarlo, no tiene que haber ningún ingreso en blanco de ningún integrante del hogar”, agrega el funcionario para desazón del jefe de familia, que hace una mueca de fastidio pues interpreta que su situación no encuadra dentro de los requisitos porque tiene un sueldo en blanco. “Yo estoy en blanco, pero la obra está parada y ya no se cobra un peso”, manifiesta Oscar, deseando que el ministro lo escuchara del otro lado de la pantalla. “Te repito, viejo: quedate tranquilo que todavía tenemos los ahorros”, dice Silvia, buscando llevarle tranquilidad a su marido. No lo logra. Con un movimiento seco y antipático, Oscar se levanta y se va a la vereda con una silla. “Estos malparidos hacen anuncios y después cuando empiezan con la letra chica te la mandan a guardar, son todos iguales”, se le oye decir mientras atraviesa la puerta de casa. “Adiós, doña”, saluda a una mujer. “¿Cómo anda su marido?”. La mujer detiene su marcha y le cuenta que “imagínese don Oscar que desde que empezó esto del bicho se paró todo y los trabajos terminados los tiene colgados, nadie los retira por falta de plata”, le cuenta. “La mano viene fulera, doña, si salimos vivos de esta comemos un asado”, reflexiona. “Ya lo creo, saludos a Silvia”, se despide la mujer y reactiva su andar.

Al segundo, algo similar a un alarido altera la cuadra. “¡Auxilio, me roban! Me están robando!”, se oye el grito desesperado y suplicante de una mujer. Oscar se levanta de la silla, inclina su cabeza hacia la calle y ve a una persona arriba de una moto de color negra tironeando a una mujer para arrebatarle el celular. “Es la doña”, asocia, y se lanza a una carrera imposible para prestarle auxilio. “Malparido, dejala”, le grita Oscar al malviviente, buscando amedrentarlo. Pero genera una reacción contraria: en un gesto desafiante, el ladrón se baja de la moto, empuja a la mujer, que cae al piso, y se hace del celular.  Luego se sube a la moto, la enciende y empieza a huir con lentitud sobrando la situación y mirando con gesto burlón a Oscar, que arribará al lugar diez segundos después. “¿La lastimó?”, pregunta al llegar y se agacha para comprobar las lesiones sufridas. Al rato arribará al lugar un patrullero policial, una ambulancia, dos efectivos motorizados y una referente barrial, con anotador y lapicera en mano, para recomendarle a la pobre víctima que formule la denuncia “para dejar asentado en la estadística de la comisaría que en el barrio hay robos”, le sugiere, con voz amable. La mujer asiente para sacársela de encima, porque se siente aturdida, en estado de shock aún, con las piernas temblorosas, que le impiden mantenerse erguida. “No se puede vivir así, no podemos vivir así”, repetía traumatizada con el recuerdo vivo del robo. Las palabras de desconsuelo movilizaron a Oscar que emprende el regreso a casa evocando a los suyos, como un león que ansía proteger a sus cachorros del peligro acechante en la selva barrial.

Día 15

Es cerca de mediodía. No vuela una mosca en la casa de los Domínguez. Silvia y Oscar salieron por compras de alimentos y llevaron a los niños. Insistieron tanto los pequeños, que los consintieron. La Moni no estaba muy convencida pero pensó en su bienestar personal por pocos minutos. Necesitaba depilarse y estar sola por un rato. El hermano, Lucas, seguía con su vida de murciélago, de vivir en la noche y dormir en el día. Así que La Moni tendía una toalla en su cama para empezar con el aseo personal, cuando se escucha el golpeteo y la apertura de la puerta de calle. “Lucas, soy yo, salí un rato”, grita alguien desde la vereda con la moto encendida. “Hola, Dani, está durmiendo mi hermano, pasá luego”, le sugiere La Moni. “Es que necesito darle algo”, insiste.

La Moni manotea entonces el toallón y comienza a caminar hasta la puerta con los hombros y las piernas descubiertas casi enteramente. El Dani, siempre ansioso, empujó la puerta con el pie y se metió a la casa sin preámbulos con una caja en la mano. No bien la puerta se abrió, vio a La Moni venir a su encuentro como esa vez que se había quedado a dormir y se toparon en el pasillo, pero ahora, ahora era distinto: porque “está más linda que nunca”, pensó cuando lo vio venir a su encuentro. La Moni se sobresaltó al ver irrumpir al amigo de su hermano, pero tampoco cayó en la sobreactuación anterior de tratarlo como un desubicado. “Oh, che, hubieses esperado, que venía”, solo le dijo con levedad. “Tenés razón, es que se me caía la caja de las manos, no daba más y pensé en apoyarla en la mesa, tiene un parlante que tu hermano me pidió que le arreglara, decile que funciona bien, dale, gracias”, dijo a modo de despedida. “Esperá, no te vayas, que preparo unos mates, mis viejos se fueron con los chicos y no hay nadie, podemos tomar unos amargos tranquilos”, invita ella provocando una grata sorpresa en él.

“Me vienen bárbaro, porque esta mañana no tomé nada”, agrega El Dani, que ahora tiene a La Moni de espaldas, envuelta solamente con una toalla, con los hombros y piernas descubiertas, agarrada el cuerpo de una manera tal que sobresale su trasero erguido y tonificado por la gimnasia. “Qué es de tu vida”, le pregunta La Moni, sentada, ahora, de frente a él, con la toalla totalmente corrida para dejar que pueda cruzar las piernas. Debajo se advierte una bombacha de color carne. “El laburo bien, pero bueno, de lo otro mejor no hablar”, contesta El Dani. “¿Lo otro es la otra?”, pregunta, burlona y sonriendo. “Algo así”, dice él, y le comenta que el otro día lo vio al Ariel, su ex, salir de la casa. “Sí, vino a ver a los chicos”, le comenta ella. “Pero nada, no pasa entre nosotros, ya fue”, agrega, sin que él se lo pida, aunque internamente desee saber. La Moni se levanta y empieza a armar el mate; él también se levanta, pide permiso para tomar un vaso de la alacena, y lo acerca a la canilla de la cocina. Ahora los dos están contra la mesada, La Moni terminando de llenar el termo y El Dani de beberse el agua con devoción. De repente, en fracciones de segundo, una fuerza invisible los retuvo en ese rincón de la cocina, próximos el uno al otro, y no los suelta. El Dani amaga con volver a sentarse a la mesa, pero solo logra dar un paso y sentir el roce de su pierna con la de La Moni, cuya preparación del mate se vuelve interminable porque también ella empieza a sentir un cosquilleo por esa interacción gestual y corporal. De repente, en ese rincón del hogar familiar de un barrio periférico de la ciudad, la física consuma la ley gravitacional de dos cuerpos atraídos por su masa y corta distancia. La Moni y El Dani hablarían luego de “momento mágico” para narrar la comunión de deseos desplegada contra la mesada a partir del momento en que ella lo besó a él, sin preámbulos, y él le arrancó la toalla para buscar fundir su cuerpo y hundirse en las profundidades hasta desencadenar el gemido ahogado de él, y suplicante de ella. “Mejor andate”, le dijo La Moni, “antes que vengan los chicos”. No bien El Dani se vistió y se hizo humo, ella se metió en el baño y dejó que el agua de la ducha bañara sus pensamientos.

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