Enamorarse del discurso de la mano dura en cuarentena y pagar las consecuencias

El crimen de Blas Correas conmociona a la población cordobesa porque se trata de un joven de 17 años que muere bajo las balas de servidores del orden convertidos en asesinos.

Hay dos policías acusados por el homicidio agravado por el uso de arma de fuego, y cuatro sospechados de encubrimiento por tratar de limpiar la escena del crimen para ayudarlos.

Es angustiante saber que se puede perder la vida por delincuentes que matan a sangre fría, pero más conmocionante es comprobar que quienes visten de uniforme también pueden ser los peores verdugos.

Pero un verdugo no nace de un repollo, sino que se cocina lento en el fuego de prácticas y discursos públicos legitimantes de excesos.

Culpar a la mala o insuficiente formación policial para establecer responsabilidades no alcanza como explicación del problema.

En el fondo, hay un discurso del orden y sus representaciones que baña todo el espacio público, y que ha encontrado en la cuarentena una manera de potenciarse y legitimarse.

La sociedad clama mano dura contra los delincuentes, pero se avergüenza y retuerce hasta el tuétano por sus efectos colaterales. Por ejemplo, cuando se mata a un inocente, y más aún, si es niño o adolescente.

Los gobernantes ensayan disculpas públicas y prometen castigos ejemplares, pero instigan o consienten con su silencio el avance contra las libertades públicas.

En cuarentena el Estado potenció su poder punitivo y  los gobernantes de distinta estirpe ideológica parecen sentirse cómodos en su rol de comisarios frente a la transgresión ciudadana.

El aliento contante a los controles, el recorte a las libertades individuales y la sobreactuación en la aplicación de castigos que se viene viendo en esta pandemia crea un clima favorable para las extralimitaciones por parte de quienes ostentan el uso de la fuerza y de las armas.

Hace tres meses se investiga la desaparición supuestamente forzada de Facundo Astudillo Castro (22 años) por parte de policías de la provincia de Buenos Aires. Al joven “se lo tragó la tierra”, luego de ser visto por última vez el 30 de abril pasado cuando caminaba por la ruta y fue interceptado por efectivos.

La Policía trabaja bajo el estrés del reclamo popular de ser duro con la delincuencia y de ser funcional al poder disciplinador del Estado, que ya no es benefactor sino vigilante.

En el caso de Córdoba, los policías que acribillaron a Blas aparentemente se representaron que él y sus amigos podrían ser delincuentes porque el auto en el que se conducían habría hecho una maniobra “sospechosa” ante el retén policial. Nunca pudieron representarse que podrían estar escapando de un intento de asalto por motochorros, como bien explicaron luego los amigos del joven muerto.

Entonces en una sociedad donde todos somos sospechosos, todos podemos morir sin razón aparente. La irracionalidad institucional nos llena de zozobra. 

 

Dejá una respuesta

A %d blogueros les gusta esto: