Milei, su participación en el “criptogate” y la caída del relato moralizador

(Mario Albera) Me enoja cuando escucho al Turco Asís repetir como un mantra que “en Argentina, todo termina invariablemente mal”. 

Me enoja porque el escritor que alguna vez fue un betseller literario, diplomático menemista y hoy es un agudo analista de la actualidad política, tiene una tendencia fácil a la descalificación a todo lo que no huela a peronismo. 

Pero, en este caso, y a la luz del CRIPTOGATE, debo rendirme a su provocativa sentencia. Al menos, por esta horas, todo huele a rancio, a podredumbre gubernamental harto conocida por la ciudadanía. 

Advierto por los mensajes de oyentes radiales o la catársis en las redes sociales una decepción de los votantes propios al ver al presidente de la Nación envuelto en un escándalo vinculado a una maniobra especulativa con criptomonedas ejecutada por personas allegadas a él y a su entorno.

Ver al presidente investido de las más alta magistratura por 16,5 millones de argentinos explicar su errática participación en la promoción de un negocio tecnológico turbio y privado es tan penoso como verla a Cristina K gritarle a los jueces que a ella la absolverá la historia, impotente y desnuda ante las evidencias insoslayables de su corrupción. 

Quien ahora quedó al desnudo es Milei. 

Claro que no hay equiparación entre la condena por administración fraudulenta por el desfalco de los dineros públicos que terminaron engrosando el patrimonio de los cleptómanos del pasado reciente y la incipiente sospecha del presidente actual de participar de la promoción de un negocio privado que terminó siendo una estafa. 

La única igualación allí es que la estafa a la confianza pública es la misma. 

La justicia dictaminará si al violar la ley de ética pública Milei actuó con torpeza o dolo; si su posteo propagandístico de una criptomoneda de nula reputación fue producto de un descuido, de su habitual incontinencia tuitera; o parte de un entramado más amplio, para usufructuar maliciosamente de un negocio, en forma directa o a través de terceros. Criptochantas, por ejemplo. 

Lo que sea, ya es grave. Porque lo que vuelve a estar en tela de juicio es la reputación de un presidente. ¿Será como dice la canción que Milei siempre fue menos que su reputación y ahora quedó desnudo? ¿O será que este escándalo es obra de un descuidista enfocado solamente en la recuperación económica y que deja hacer a un entorno con peaje encubierto? ¿Qué interés político puede tener una figura internacional como el empresario Charles Hoskinson, fundador de Cardano, al denunciar que personas cercanas a Milei le pidieron coimas para gestionar una reunión con el mandatario?

Los votantes que lo convirtieron en presidente como el mal menor ante el pasado decadente que pretendía perpetuarse en el poder lo eligieron por su diatriba antinflacionaria, pero fundamentalmente, por su discurso moralizante diferenciador de la “casta política”. Esa que asqueó a la gente con sus prácticas corruptas y privilegios desmesurados. 

El CRIPTOGATE golpea ahora en el corazón del relato moralizador. Seguir predicando sobre moralidad no parece ni aconsejable ni creíble.  Al menos en lo discursivo, no hay retorno. 

El presidente debería asumirse más terrenal y falible, y menos fenómeno y autocrático. Porque hoy le toca beber de su propia megalomanía tóxica. Tiró tanto de la cuerda del autobombo global que la estafa cripto cobró repercusión internacional. Escaló de fenómeno a “papelón barrial”.

Por supuesto que un juicio político parece desproporcionado, propio de la política más rastrera y vampira. Pero minimizar los hechos y mostrarse simplemente como víctima, puede servir a una estrategia comunicacional defensiva, pero no para restablecer la quebrada confianza pública.

Quebrada, vale aclarar, porque la conducta tuitera de Milei de usar la investidura y autoridad presidencial para legitimar un negocio privado (y, por consiguiente, un fraude a inversores conscientes de la timba) es como revolcar en un merengue, y en el mismo lodo, a quienes confiaron en su idoneidad para librarnos del cambalache.

 

 

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