59 días de cuarentena, la novela de la Villa (Día 13)

Día 13

El otro día fue una fiesta en la casa de los Domínguez porque Oscar se levantó temprano y fue a la carnicería del “Chano” a comprar “algo para tirar a la parrilla”. “Otra vez, viejito del alma, en la calle, con la malasangre que pasamos anoche, quedate tranquilo y comemos lo que hay”, comenta Silvia preocupada por retener a su marido, una misión imposible en horas de la mañana porque “este hombre no que queda un minuto quieto, tiene hormigas en el traste”, le suele contar Silvia a su amiga del alma la Nelly,  cuando coinciden en las compras o en el barrido del cordón. “Justamente, para sacarnos la malasangre voy a ver si consigo unas achuras y una rica falda para la parrilla”, contesta Oscar ya con la bolsa de red en una de sus manos y una gorra clásica de corte plano, de esas que usaban los inmigrantes a principios de siglo. “Llevate la tarjeta social, comprá de ahí”, le recomienda su esposa.

Oscar es un hombre corpulento, criollo, con manos grandes, con aspecto recio y bonachón. Su estilo es el jeans gastado, alpargatas de goma y tela, y camisa siempre abierta en el pecho. “Espero que Chano tenga algo, vuelvo enseguida”, le dice a su mujer, en el momento en que el Ariel llega a la casa y saluda a su exsuegro. “¿Qué hacés, perdido? Ahí andaba la Moni preguntando por vos el otro día, pasá nomas que está la Silvia”, le dice. “Gracias, don”, le devuelve. “Es que ando a los pedos, ahora estoy de encargado, y con esto del coronavirus, es un quilombazo de gente en el híper, tenés que andar ordenándolos a todos para que  mantengan la distancia y te re putean”, le cuenta.

“Ariel, hijo, pasá: la Moni me dijo que venías a ver a los chicos y dejarme dinero”, lo recibe Silvia, con amabilidad. “¡Papiiiiii…”, grita Anabella, arrastrando la última vocal en la corrida hacia él. “Hola, bebé, dame un beso”, le dice el padre y le estampa un beso en la boca. “Ay, papi, ¿qué tuviste comiendo? Ya sé, mandarina…”, adivina Anabella al sentir un sabor ácido en los labios. “¿Y el otro demonio?”, pregunta el padre refiriéndose a Catriel, que aún duerme en la pieza. “Paso a verlo, permiso, doña”, avisa. “Dale, Ariel, esta es tu casa”, le dice Silvia. “Ey, sabandija, levantate”, lo llama a su hijo mientras lo destapa y lo zamarrea junto a Anabella.  Catriel se refriega las lagañas de los ojos y contesta con parquedad. “Hola”, le dice al padre, acomoda la cabeza bajo un brazo y el cuerpo de costado mirando hacia la pared. El padre le acaricia el pelo, Anabella se le tira encima, y Catriel reacciona: “¿Por qué no venís nunca?”. Ariel traga con dificultad y balbucea: “Es que… hay mucho trabajo en el súper, hijo, y además, no podemos ir a la plaza, ni tampoco te puedo llevar a la casa de la abuela Rosa”. Catriel lanza un “ufa” pronunciado, se da vuelta y se acomoda boca abajo. “No te enojes… mirá tu hermana cómo entiende”, le dice, con su hija abrazándolo por el cuello. “La próxima vez que venga les voy a traer la tablet de casa para los jueguitos”, promete Ariel, sin que ninguno de los niños se lo demandara. Solo busca un consuelo para su hijo, que le dio la espalda.

La Moni entra a la pieza. “¿Qué hacés?”, lo saluda. “Hola”, responde. “Pasado ando, muy, con esto del coronavirus”, explica. “Me llenaron de laburo y por esto tardé tanto en venir a verlos”, sigue explicando. “Mirá, todo bien, ellos no están fáciles con esto del encierro. La mami me dice que me dejaste la plata, con eso basta por ahora, porque yo no cobré, en el supermercado me permiten sacar al fiado pero tampoco quiero llenarme de deudas”, se explaya La Moni. “Te entiendo, quedate tranquila que conmigo podés contar”, la calma Ariel. “Eso lo sé, pero no es fácil estar acá con ellos, mis viejos que andan todo el día buscando algo para hacer y mi hermano que hace la suya, ayer lo tuvimos que ir a buscar a la 18 por eso de que violó la cuarentena, nada grave, pero nos comimos tres horas en la unidad judicial, viste”, cuenta Mónica. “¿Vos te estás viendo con alguien?”, le pregunta así, de rompe y raja, tras la perorata del incidente familiar. Ariel, que tiene a Anabella casi dormida abrazada a su falda, le pide que “no empecemos con eso, estamos separados, cada uno con sus cosas, no jodamos porque después terminamos a las puteadas y no quiero embroncarme ahora, que vengo cansado”. “Está claro que te la seguís cogiendo, entonces”, deduce La Moni. “Mejor andate, sí, tengo que ponerme con la vieja a desinfectar la casa, acá todo el mundo va y viene y toca todas las superficies, me tienen harta”, agrega, molesta. “Mejor me voy, tenés razón”, dice Ariel, y aleja a Anabella de su cuerpo y la deposita suavemente en la cama. “Gracias por la guita”, le dice Moni cuando lo ve irse hasta ser tragado por la luz exterior. “Me llamás si necesitan algo”, se oye lejano.

 

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